ARTICULO 39 CPEUM. LA SOBERANIA NACIONAL RESIDE ESENCIAL Y ORIGINARIAMENTE EN EL PUEBLO. TODO PODER PUBLICO DIMANA DEL PUEBLO Y SE INSTITUYE PARA BENEFICIO DE ESTE. EL PUEBLO TIENE EN TODO TIEMPO EL INALIENABLE DERECHO DE ALTERAR O MODIFICAR LA FORMA DE SU GOBIERNO.

martes, 13 de noviembre de 2018

"La soledad del presidente" (Revista Proceso, 11 de noviembre, 2018)

John M. Ackerman

No sólo Andrés Manuel López Obrador, sino todos los presidentes de la República desde la promulgación de la actual Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM), el 5 de febrero de 1917, han gobernado “solos”. El artículo 80 del CPEUM señala que “se deposita el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión en un solo individuo, que se denominará Presidente de los Estados Unidos Mexicanos". Asimismo, las amplias facultades otorgadas al presidente en el artículo 89 constitucional lo convierten simultáneamente en el Jefe del Estado Mexicano y le Jefe Suprema de las Fuerzas Armadas. 

Si bien el Poder Ejecutivo no es el único poder del Estado Mexicano, sí sobresale como un centro articulador de una enorme cantidad de facultades y poderes que solamente en algunos casos específicos debe compartir con otros poderes. Es cierto que la reforma política constitucional del 10 de febrero de 2014 le otorgó al presidente la facultad potestativa de “optar por un gobierno de coalición con uno o varios de los partidos políticos representados en el Congreso de la Unión”. Sin embargo, esta opción solamente tiene sentido en caso de que el partido político del presidente no cuente con una representación mayoritaria en las cámaras federales, una situación que no ocurre en el contexto actual. 

Así que estrictamente hablando la “soledad” del presidente que tomará posesión el próximo primero de diciembre no surge de una decisión personal o política, sino del diseño constitucional de nuestro régimen político. 

Ahora bien, los reclamos hacia López Obrador evidentemente van más allá del ámbito legal. Los críticos insisten que el Presidente Electo debe pasar de una lógica de la oposición social a una del poder gubernamental. En lugar de atrincherarse con sus fieles, López Obrador debe ser “responsable” y gobernar en unidad con y para todos y todas. De lo contrario, el presidente electo se quedaría “solo”, en conversación y diálogo únicamente con sus amigos y allegados más cercanos. 

Esta es precisamente la sorda soledad que generó el fracaso y la autodestrucción del sexenio de Enrique Peña Nieto. Desde el primero día de su gestión, el todavía presidente se encerró en su burbuja de socios y amigos y jamás se volteó a ver, y mucho menos dialogar con, los millones de mexicanos pobres cuya vulnerabilidad fue manipulada y abusada por medio de la compra del voto con el fin de llevarlo a la Presidencia de la República. Con su “Pacto por México”, Peña Nieto gobernó “en unidad” con las oposiciones parlamentarias de derecha, el Partido Acción Nacional (PAN), y de izquierda, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), pero jamás se abrió al trabajo en conjunto con la sociedad civil. 

López Obrador está comprometido con una lógica radicalmente diferente con respecto al poder gubernamental. Está dispuesto a pagar los costos de “gobernar solo” si ello implica que jamás estará en realidad solo. El presidente electo se reserva el derecho de gobernar desde la oposición, de llevar el espíritu de lucha social hasta las esferas más altas de la administración pública estatal. 

Ello implica romper con, y superar dialécticamente, la estricta dicotomía entre el gobierno y la oposición heredada después de tantas décadas de haber vivido dentro de un contexto de autoritarismo de Estado. Lo que muchos hoy llaman “responsabilidad” en el ejercicio gubernamental en realidad implicaría un acto de traición de parte de López Obrador, ya que implica dar la espalda a las bases sociales que lo han llevado al poder. 

Al llevar la lógica de la oposición al gobierno, López Obrador busca transformar el carácter mismo del poder. Es precisamente por ello que el presidente electo prefiere hablar de un “cambio de régimen” o de una “cuarta transformación” en lugar de una simple “transición” democrática o modernización institucional. En lugar de insistir en meter a López Obrador dentro del viejo molde autoritario, habría que respaldar sus esfuerzos por romper este molde y construir una nueva lógica de ejercicio de poder más cercano a la sociedad y a la ciudadanía. 

Quien debe cambiar su punto de vista con respecto al poder gubernamental no es entonces el futuro presidente sino quienes próximamente estarán en la oposición. Las reacciones de muchos integrantes de la oligarquía y de la vieja clase política a la decisión de organizar una consulta ciudadana y de cancelar las obras del aeropuerto de Texcoco evidenciaron una clara falta de madurez y de oficio político. En un arranque autoritario, el PRI propuso simplemente prohibir constitucionalmente la realización de consultas ciudadanas en materia de obras gubernamentales. Y los grandes empresarios organizaron un ataque especulativo internacional en contra del peso mexicano así como una guerra propagandística nacional en contra del Presidente Electo. 

En lugar de desesperarse e insistir que López Obrador ejerza el poder a la manera de los priístas, los perdedores de las elecciones del 1 de julio deberían asumir su derrota e ir aprendiendo poco a poco a convivir con la democracia. 


Twitter: @JohnMAckerman

domingo, 2 de septiembre de 2018

"El renacimiento del Congreso de la Unión" (Revista Proceso, 2 de septiembre, 2018)

John M. Ackerman

El Congreso de la Unión está diseñado para ser una institución indomable, un ágora para el debate público y una casa para la interacción constante entre el pueblo y sus representantes. Es el poder del Estado mexicano que más auténticamente enarbola y representa las causas populares. 

La Cámara de Diputados, en particular, es el recinto que mejor refleja la enorme diversidad geográfica e ideológica de la nación. Los 300 diputados de distrito provienen de cada uno de los rincones de la república, desde Tijuana hasta Tapachula, desde Monterrey hasta Cancún. Y los 200 diputados plurinominales garantizan la representación de la más amplia diversidad de posiciones ideológicas, incluyendo izquierdistas, conservadores, anarquistas, liberales, socialistas, moderados y “ultras”, entre otros. 

Es precisamente por esta pluralidad, dinamismo y participación tan características del Poder Legislativo que los Presidentes de la República de los últimos dos sexenios, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, han hecho todo lo posible por cancelar su relevancia y autonomía. Como presidentes que llegaron al poder a partir de votaciones minoritarias y altamente cuestionadas, ambos mandatarios han tenido un terrible pavor a la voz del pueblo expresado por medio de sus representantes populares. 

Calderón, por ejemplo, pactó con Manlio Fabio Beltrones, en 2008, reformar el artículo 69 de la Constitución con el fin de eliminar el requisito de que el Presidente de la República acuda personalmente a la Cámara de Diputados cada primero de septiembre para rendir su informe de labores. Ello fue en respuesta a las aguerridas protestas protagonizadas por la bancada del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en la Cámara de Diputados, en contra de Vicente Fox con motivo de la presentación de su sexto informe y del mismo Calderón durante su primer informe, a raíz del fraude electoral de 2006. 

A partir de ese momento, el presidente ha podido evitar cualquier contacto con los “revoltosos” legisladores y organizar su propio espectáculo lleno de aplausos prefabricados para el consumo televisivo, tal y como ocurrirá este lunes, 3 de septiembre con motivo de la presentación del sexto informe de gobierno de Peña Nieto. Hagamos votos para que esta sea la última vez que se le permita al presidente rendir su informe sin diálogo o intercambio alguno con el pueblo o sus representantes. 

Después de la reforma de Calderón y Beltrones, la estocada de muerte para el Poder Legislativo fue el “Pacto por México” de Peña Nieto. Tal y como documentamos en su momento en estas mismas páginas (véase: https://www.proceso.com.mx/326808/326808-acto-fallido), la forma de aquel acuerdo cupular era aún más preocupante que el fondo. El verdadero propósito del pacto era trasladar los debates y los acuerdos legislativos fuera del Congreso de la Unión, un foro público y transparente, a los oscuros salones y pasillos de Bucareli. 

Durante el sexenio de Peña Nieto el Congreso ha funcionado sólo para validar los acuerdos tomados directamente con el Presidente de la República atrás de puertas cerradas. Ha retornado la época de los legisladores “levantadedos” y el resultado ha sido una enorme pérdida de legitimidad y presencia pública del Congreso. Es Peña Nieto quien en realidad ha cancelado la separación de poderes. 

En contraste, hoy, por la primera vez en décadas, finalmente contamos con un mandatario que cuenta con el respaldo mayoritario de la población. López Obrador no tiene necesidad alguna de temerle al pueblo, y menos al Congreso de la Unión, porque es precisamente el pueblo mexicano que lo ha enviado a Palacio Nacional. 

Así que al contrario de lo que muchos imaginan o pregonan, la fuerza y la independencia del Congreso de la Unión no tendría para que reducirse sino más bien debe aumentarse durante el próximo sexenio. Sin el control férreo ejercido desde Palacio Nacional, los legisladores finalmente serán libres para proponer nuevas leyes, debatir públicamente sus diferentes posiciones y abrirse a la activa participación ciudadana. 

Es cierto que el control mayoritario de las fuerzas obradoristas sobre el Congreso asegurará la tersa aprobación de la mayoría de las iniciativas presentadas por el Presidente. Sin embargo, una buena coordinación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo no es necesariamente un signo de autoritarismo. La sana colaboración entre poderes es un aspecto medular en cualquier democracia, siempre y cuando sea una colaboración libre y no resultado de la coacción o la presión. 

Como prueba, habría que estar muy atentos en el hipotético caso de que alguien del equipo cercano a López Obrador llegara a realizar una propuesta de modificación legal que chocara con los principios centrales que inspiraron la enorme victoria histórica del pasado 1 de julio. Podemos estar seguros de que en ese caso los representantes populares de Morena ejercerían con toda fuerza y claridad su independencia y no permitirían su aprobación. 

Los diputados y los senadores de Morena tampoco se conformarán con solamente aprobar las iniciativas del Presidente, sino que sin duda tomarán la iniciativa para lanzar una multitud de propuestas propias. Por la primera vez en la historia reciente, la izquierda contará con suficiente fuerza en el Congreso de la Unión para poder lograr sus propias “reformas estructurales” en busca de la resolución de los grandes problemas nacionales. Habría que aprovechar de esta oportunidad de oro. 

En general, es un grave error minimizar las fuertes convicciones democráticas y el compromiso social de los nuevos diputados y senadores de Morena. Por ejemplo, cuando corean a todo pulmón en el recinto parlamentario “¡Es un honor estar con Obrador!” ello no debe ser interpretado como una señal de servilismo al Poder Ejecutivo, sino más bien como un grito emocionado de justo reconocimiento a un luchador social que con su liderazgo ha logrado finalmente abrir de par en par el Congreso de la Unión al pueblo y sus representantes. 

Twitter: @JohnMAckerman

lunes, 20 de agosto de 2018

"Altas expectativas" (Revista Proceso, 19 de agosto, 2018)

John M. Ackerman 

Quienes antes se preocupaban por las constantes críticas y descalificaciones de la sociedad civil a las instituciones gubernamentales, hoy, de repente, se angustian por las hipotéticas expectativas “demasiado altas” en torno al gobierno de López Obrador, que se iniciará el próximo 1 de diciembre. 

Las mismas voces que antes regocijaban por el éxito de nuestra fantasiosa “transición democrática” a partir de la alternancia entre el PRI y el PAN, hoy se preocupan por un supuesto retorno al autoritarismo a partir de la celebración de la elección presidencial más democrática en décadas. 

Las mismas plumas que antes defendían a los gobiernos de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo e inflaban las expectativas en las “reformas estructurales” de Enrique Peña Nieto, ahora atacan ferozmente a López Obrador por su supuesto priismo. 

Estas aparentes contradicciones en realidad no lo son. Cada una de estas posiciones buscan un mismo objetivo: la desmovilización social y la pasividad ciudadana. 

El mito de la transición democrática tenía el propósito de convencer a los mexicanos de que habíamos llegado al “fin de la historia” y que ya no valía la pena “luchar” por una transformación política de fondo, sino que habría que confiar en que la nueva “institucionalidad democrática” fuera resolviendo por sí sola los grandes problemas nacionales. 

De la misma manera, las preocupaciones actuales con respecto a las altas expectativas en el próximo gobierno son en realidad angustias sobre la gran fuerza que podría llegar a tener la ciudadanía en la defensa de sus derechos. 

Cuando un pueblo se llena de esperanza e ideas utópicas se vuelve más exigente y es mucho más difícil de controlar desde el Estado y los mercados financieros. Pero cuando los ciudadanos moderan sus expectativas suelen aceptar más fácilmente resultados mediocres sin protestar o generar olas en la esfera política. 
Una encuesta reciente publicada por El Universal (véase: https://bit.ly/2OD6DWN) demuestra que 64.5% de la población cree que López Obrador “cumplirá con sus promesas de campaña” y 69% está convencido de que “México mejorará” durante el próximo sexenio. La misma fuente revela que si se repitieran hoy las elecciones presidenciales López Obrador ahora ganaría con 60% de la votación, contra solamente 11% para Ricardo Anaya. La encuesta ni siquiera reporta el porcentaje -- minúsculo sin duda -- que recibiría José Antonio Meade. 

Los comentócratas del viejo régimen le apuestan al fracaso del gobierno de López Obrador. Quieren que incumpla sus promesas y decepcione a sus seguidores, para dar pie a un desánimo generalizado que obligue a la ciudadanía a aceptar su derrota en materia política y así permitir un retorno de terciopelo al viejo neoliberalismo autoritario de siempre. 

La enorme esperanza generada por la llegada de López Obrador es un peligro para este proyecto de desánimo y pasividad social porque es precisamente lo que necesita el nuevo presidente para poder romper con las cadenas de la simulación institucional y el servilismo global a que nos han malacostumbrado los gobiernos del PRIAN. 

Ahora bien, las erradas teorías con respecto a la supuesta continuidad del régimen PRIista con López Obrador tienen el mismo fin de generar pesimismo y desmovilización. De acuerdo con este punto de vista, la “Cuarta República” se reduciría a ser apenas una cuarta transformación del viejo régimen del partido de Estado, iniciado con la creación del PNR, después transformado en PRM, luego en PRI y finalmente transmutado en Morena. 

Esta tesis histórica no es, en realidad, más que una extensión de las descalificaciones electoreras esgrimidas por Ricardo Anaya y Jorge Castañeda durante la campaña electoral sobre el “PRIMor”, y retomadas con profundo sentido racista por el mismo Enrique Ochoa Reza, quien fuera presidente del PRI, cuando se lanzó públicamente en contra de los “PRIetos”. 

Aunque resulta que el distinguido historiador John Womack también coincide con las coordenadas generales de este análisis. En una entrevista reciente con la periodista Dolía Estévez (véase: https://bit.ly/2uW9lza), el antiguo maestro de Carlos Salinas de Gortari en la Universidad de Harvard afirma que López Obrador a lo sumo representaría un reciclaje de “la izquierda del PRI”. “Es priista, nació y fue creado como priista”, afirma el historiador. Y agrega: “Los priistas tenían la misma retórica [que López Obrador], la misma oratoria, la misma demagogia para la gente que no reflexiona. Que no piensa.” 

Womack acepta que “mucha gente vio sus sueños izquierdistas realizados en el triunfo de López Obrador”. Sin embargo, señala que “lo que ahora llaman izquierda es una izquierda que, como tal, es muy pobre” ya que no es ni comunista ni anti-capitalista. 

Pero lo anticuado no es, en realidad, López Obrador, sino precisamente quienes insisten en descalificarlo por sus ideas supuestamente anticuadas. Tanto el neoliberalismo rapaz de Anaya y Castañeda como el sectarismo de Womack son reliquias de un mundo inmerso en una guerra fría que terminó hace ya casi tres décadas. 

Ha llegado la hora de innovar esquemas y marcos teóricos para poder abrazar y sacar todo el jugo posible al actual proceso de transformación histórica y estructural de la nación en un contexto de constante movimiento también al nivel global. 


Twitter: @JohnMAckerman

lunes, 6 de agosto de 2018

"RIP PRI" (Revista Proceso, 5 de agosto, 2018)

John M. Ackerman 

El Partido Revolucionario Institucional (PRI) nunca ha sido solamente un partido político. Desde su creación en 1946, este instituto político fue diseñado con el claro propósito de generar un nuevo régimen autoritario, corrupto y neoliberal, para repudiar las conquistas de la Revolución Mexicana y desandar el camino de justicia social trazado durante el sexenio de Lázaro Cárdenas del Río entre 1934 y 1940. Si bien el PRI nunca fue una institución monolítica, e incluso llegó a albergar una fuerte ala progresista en algunos momentos de su larga historia, la lógica general del viejo partido de Estado siempre ha sido una de control social, simulación burocrática y de defensa de intereses particulares. 

Cárdenas había visualizado otro futuro para la Revolución. Demócrata convencido y con un compromiso irrestricto con el principio de “Sufragio efectivo, no reelección”, en lugar de buscar su permanencia personal en el poder Don Lázaro le apostó a la organización social por medio de la creación del Partido de la Revolución Mexicana (PRM) el 30 de marzo de 1938. De acuerdo con Cárdenas, la única forma para garantizar la verdadera continuidad de las enormes conquistas sociales de su sexenio era por medio de la organización, la participación y la concientización ciudadana. 

Cárdenas tenía perfectamente claro que los Presidentes de la República que vendrían después de él muy probablemente no contarían con la misma convicción justiciera o compromiso con la soberanía nacional. Así que era necesario blindar la Revolución desde abajo y a la izquierda a partir de la creación de un nuevo partido de masas que contaría con suficiente fuerza para exigirle cuentas y demandar efectividad a cualquier futuro gobernante. 

El nuevo partido también tenía el propósito de corregir por el reprobable caciquismo y corrupción que se habían apoderado del Partido Nacional Revolucionario (PNR), creado por el sonorense Plutarco Elías Calles en 1929. La creación del PRM sería un vehículo simultáneamente para el empoderamiento social y para lograr la institucionalidad democrática. 

Así que cuando en 1946 Miguel Alemán Valdés se propuso destruir al Cardenismo, traicionar a la Revolución y acercarse a los intereses de Washington sabía perfectamente bien que no era suficiente con solamente modificar las políticas públicas y las instituciones del Estado. También tenía que desaparecer al PRM y crear un nuevo instituto político, el PRI, para poder contar con suficiente margen de maniobra social. 

Desde entonces, y durante sus 72 años de existencia, el PRI-gobierno ha tenido un éxito espectacular en lograr sus objetivos. A pesar de que la Constitución de 1917 hoy sigue formalmente vigente, décadas de constantes reformas legales y acciones neoliberales, de la mano con el PAN y el PRD, han ido destruyendo su esencia y su efectividad. El PRI ha funcionado como una aceitada máquina de control, de cooptación y de represión para la imposición de un neoliberalismo rapaz y saqueador. 

Pero todo exceso tiene sus límites y el pasado 1 de julio la sociedad mexicana finalmente pudo hacer valer su enorme esperanza y poner en acción su sofisticada conciencia crítica. No solamente hemos colocado a Andrés Manuel López Obrador en la Presidencia de la República sino que también le mandamos al viejo partido de Estado a la banca, quizás para siempre. 

Muy difícilmente podrá el PRI repetir la experiencia de su milagrosa recuperación durante el sexenio de Vicente Fox entre 2000 y 2006. En aquel momento, el PRI contaba con el decidido apoyo del Presidente de la República, quien necesitaba desesperadamente del apoyo del partido de Carlos Salinas para juntos cerrarle el paso a López Obrador y el PRD. Tal y como hemos documentado en el libro El mito de la transición democrática, en realidad no hubo cambio alguno durante aquel sexenio, sino solamente la continuidad de la misma coalición del PRIAN, pero ahora con el PAN en lugar del PRI ocupando Los Pinos a nombre de los mismos de siempre. 

En contraste con la coyuntura de 2000, López Obrador hoy no quiere ni necesita del apoyo del PRI, y tampoco del PAN o del PRD, para poder cumplir con sus promesas y consolidar su gestión. La victoria de Morena, junto con sus aliados, fue tan contundente que el nuevo Presidente tendrá manos libres para resistir cualquier chantaje desde el viejo partido de Estado. 

Habría que discrepar con las voces nostálgicas que señalan que la barrida de Morena a los otros partidos podría en riesgo la democratización del país. La ascendente hegemonía de las fuerzas obradoristas es precisamente lo que le permitirá al nuevo jefe de Estado evitar los chantajes que una y otra vez han hundido las posibilidades de lograr un verdadero cambio de régimen. 

Así que por la primera vez en su larga historia, el PRI se queda totalmente huérfano y tendrá que sobrevivir por sus propios méritos. El “pequeño detalle” es que pareciera que el PRI ya no contaría con ningún mérito propio. Ya casi nadie cree que este instituto político sea “revolucionario” y mucho menos “institucional”. Y a duras penas se podría considerar esta amalgama de cínicos y corruptos como siquiera un “partido”. 

Todo parece indicar que el PRI ha llegado a su fin. Si los personajes que todavía se agrupan bajo este emblema quieren seguir vivos en la política necesariamente tendrán que cambiar de nombre su instituto político, afiliarse a otro partido o, en su caso, lanzarse como “candidatos independientes” como sus antiguos colegas de partido Jaime Rodríguez y Armando Ríos Piter. 

Publicado en Revista Proceso No. 2179
(C) John M. Ackerman, todos los derechos reservados

Twitter: @JohnMAckerman

lunes, 23 de julio de 2018

"El futuro de Morena" (Revista Proceso, 22 de julio, 2018)

John M. Ackerman

La decisión de crear el Movimiento de Regeneración Nacional, ahora Partido Morena, fue uno de los grandes aciertos de Andrés Manuel López Obrador. En lugar de pelearse en el lodo con los burócratas que se habían apoderado del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el tabasqueño voló por encima del pantano de la corrupción para dar luz a una nueva agrupación ciudadana capaz de canalizar y organizar la esperanza ciudadana. 

En apenas cuatro años, Morena logró contagiar al país entero con su visión de un México más pacífico, justo y democrático. A partir de 2018, este nuevo partido ciudadano no solamente controlará la Presidencia de la República, sino también ambas cámaras federales y la mayoría de los congresos locales. De manera paralela, el financiamiento público para Morena se cuadruplicará durante el próximo año, llegando a la impresionante suma de casi 1,600 millones de pesos. 

Como un adolescente que de repente ve crecer su cuerpo y cambiarse la voz, este instituto político debe madurarse rápidamente para poder asumir eficazmente sus nuevas responsabilidades. 

En primer lugar, Morena debe evitar ser capturado por los oportunistas. Ya se han acercado muchas figuras de dudosa reputación. Pero el río de chapulines que empezó a fluir durante el proceso electoral ahora se convertirá en una verdadera avalancha de buscachambas. Todos los políticos que no logren colarse como funcionarios o asesores en los nuevos gobiernos de Morena, buscarán refugiarse en el partido en preparación para saltar en masa, como en los viejos tiempos del partido-estado PRista, hacia los cargos públicos. 

Es de vital importancia que Morena evite convertirse en “la banca” de los gobiernos emanados de este partido. Su objetivo debe ser transformarse en un espacio de auténtica participación, debate y concientización ciudadana. 

Los estatutos de Morena serán un gran aliado en este proceso. Por ejemplo, el artículo 68 de este documento básico indica que los recursos públicos otorgados al partido “deberán ser utilizados exclusivamente en apoyo a la realización del programa y plan de acción de MORENA, preferentemente en actividades de organización, concientización y formación política de sus integrantes.” Y el artículo 70 señala que los dirigentes de Morena no tienen derecho a salario alguno, sino que solamente cuentan con apoyos económicos puntuales para la realización de sus tareas que no pueden exceder la cantidad de treinta salarios mínimos. En suma, fungir como dirigente de Morena no debe ser entendido como un “cargo” desde donde uno puede repartir favores y chambas, sino una responsabilidad ciudadana de servir a la causa de la cuarta transformación de la República. 

Un segundo reto del partido es garantizar una auténtica participación democrática entre sus miembros y militantes. Desde el preámbulo de su estatuto, el partido se pronuncia a favor de “el auténtico ejercicio de la democracia, el derecho a decidir de manera libre, sin presiones ni coacción, y que la representación ciudadana se transforme en una actividad de servicio a la colectividad, vigilada, acompañada y supervisada por el conjunto de la sociedad.” Y en el artículo segundo Morena establece “la integración plenamente democrática de los órganos de dirección, en que la elección sea verdaderamente libre, auténtica y ajena a grupos o intereses de poder, corrientes o facciones”. Finalmente, el artículo noveno del estatuto señala que “en MORENA habrá libertad de expresión de puntos de vista divergentes. No se admitirá forma alguna de presión o manipulación de la voluntad de las y los integrantes de nuestro partido por grupos internos, corrientes o facciones, y las y los Protagonistas del cambio verdadero velarán en todo momento por la unidad y fortaleza del partido para la transformación del país.” 

Tienen razón los documentos básicos de Morena en buscar evitar la creación de sectas, corrientes o “tribus” al interior del partido. Ello no implica una limitación a la libertad de expresión, sino todo lo contrario. La mejor manera para garantizar la verdadera unidad de un partido político es precisamente a partir de un sano debate interno con absoluto respeto a las diferencias para poder juntos tomar decisiones de consenso tomando en cuenta las posturas de todos. 

Ahora bien, es una realidad que al calor de las campañas electorales y frente a la urgente necesidad de expulsar del gobierno federal a la mafia del poder, los estatutos de Morena no siempre se han cumplido al pie de la letra. Pero el partido ahora cuenta tanto con los recursos como con el tiempo para fortalecer su estructura democrática y su legalidad interna con el fin de garantizar su salud institucional a largo plazo. 

El próximo 20 de noviembre de 2018 se tendrán que renovar todos y cada uno de los cargos directivos de Morena al nivel nacional, estatal y municipal. El estatuto no permite la reelección de ningún directivo y solamente de 30% de los integrantes de los consejos estatales y nacionales, así que se abre una enorme oportunidad para dar un gran salto hacia adelante con la incorporación de nuevos liderazgos. Sin embargo, también existe el riesgo de que los oportunistas y los chapulines aprovechen de la inexperiencia de los cuadros más jóvenes y auténticos para arrebatarles el control sobre el partido. Este desenlace sería catastrófico ya que prepararía el camino para que Morena se convirtiera en otro PRD o, aún peor, un PRI renovado. 

Hagamos votos, y pongamos cada quien su granito de arena, para que el perfil de los nuevos dirigentes enaltezca el perfil ciudadano y transformador del nuevo partido gobernante. De lo contrario, que la nación y la ciudadanía se los demanden. 


Twitter: @JohnMAckerman

martes, 10 de julio de 2018

"La segunda transición y la cuarta república" (Revista Proceso, 8 de julio, 2018)


John M. Ackerman

La contundente victoria de Andrés Manuel López Obrador marca, sin duda, un antes y un después en la historia de México. Independientemente de lo que ocurra durante su sexenio, el sólo hecho de derrotar a la mafia del poder de manera pacífica en una votación masiva el domingo 1 significa un profundo viraje en la política nacional. 

Los jóvenes, las mujeres, los campesinos, los obreros, los profesionistas, los empresarios, los pueblos indígenas y los maestros mexicanos hemos luchado durante décadas sin tregua por la democratización del país. En dos ocasiones anteriores la ola de repudio popular al sistema autoritario inundó las urnas con esperanza y dignidad. Tanto en 1988 como en 2006 la oposición de izquierda derrotó a la coalición del neoliberalismo autoritario, pero sus triunfos fueron cruelmente arrebatados por medio de descarados fraudes electorales. 

Hoy, a 50 años del levantamiento estudiantil de 1968 y 30 del fraude de 1988, finalmente hicimos valer el anhelo ciudadano de contar con un gobierno federal plenamente legitimado en las urnas y con un respaldo popular mayoritario. 

En 1997, México pasó por un momento similar al actual. En su espléndido libro biográfico sobre López Obrador, AMLO: con los pies en la tierra, José Agustín Ortíz Pinchetti relata lo que sintió la noche de las elecciones en que Cuauhtémoc Cárdenas ganó la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal y simultáneamente el PRI perdió, por primera vez, su mayoría en la Cámara de Diputados: “En la noche de la jornada electoral me encontré en el Zócalo capitalino a don Julio Scherer; estábamos exultantes. Miré al cielo y sentí que se había roto la bóveda bajo la que yo había nacido: el control político del PRI empezaba a resquebrajarse. ¡Un entusiasmo bastante prematuro!” 

Tuvieron que pasar más de 20 años hasta que este sueño de la liberación del pueblo mexicano del yugo del PRI -- transmutado después en PRIAN con Vicente Fox y finalmente en PRIANRD con el Pacto por México -- pudiera hacerse realidad. El alud de votos a favor de Morena en la pasada elección no solamente llevó López Obrador a su triunfo; también modificó al mapa político en el país entero. De la noche a la mañana el nuevo partido se convirtió en la fuerza hegemónica tanto en el Congreso de la Unión como en algunos de los lugares más alejados de los vientos de la democratización, como el Estado de México y Hidalgo. 

Ahora bien, ¿Cómo garantizar que ahora sí la alternancia electoral genere un nuevo régimen político? ¿Cuáles fueron los principales errores cometidos en el pasado que llevaron al fracaso del primer intento de “transición democrática”? 

No hay respuestas sencillas a estas preguntas, pero podemos iniciar el necesario debate con una reflexión sobre dos puntos: 

Primero: el primer intento de transición se enfocó principalmente en el reformismo institucional y legal. Los legisladores han modificado la Carta Magna docenas de veces durante las últimas dos décadas, creando múltiples nuevas leyes, órganos autónomos y disposiciones constitucionales en materia de elecciones, rendición de cuentas, derechos humanos, transparencia y justicia penal con la esperanza de transformar de esta manera las coordenadas del poder público. 

Sin embargo, la efectividad de estas reformas ha dejado mucho que desear, tanto por la captura de estas instituciones por intereses políticos como por la simulación burocrática que suele caracterizar su actuar cotidiano. 

El principal reto para el nuevo gobierno de López Obrador es ir más allá de los cambios legales para generar una verdadera transformación tanto en la relación entre el gobierno y la sociedad como en la estructura del poder social y económico del país. Mientras sigamos con un gobierno corrupto que desprecia a la ciudadanía y una sociedad sometida por los poderes fácticos, ningún ajuste institucional será efectivo. 

El éxito de la segunda transición y de la cuarta república dependerá entonces, por un lado, del establecimiento de un verdadero sistema de rendición de cuentas del gobierno hacia la ciudadana y, por otro lado, de acabar de una vez por todas tanto con la pobreza como con los privilegios con el fin de generar una sociedad más igualitaria, participativa y crítica. 

Segundo: los partidos políticos que impulsaban la primera transición, el PRD y el PAN, rápidamente se burocratizaron, se corrompieron y se alejaron de las demandas sociales. Los desastrosos resultados electorales para ambos partidos en las elecciones del domingo pasado constituyen un claro mensaje de repudio de parte del pueblo mexicano para dos institutos políticos que ya no cuentan con arraigo popular alguno. 

Morena, en contraste, ha crecido de manera inusitada. Con apenas cuatro años de vida, esta agrupación ha pasado de ser una asociación civil con unos cuantos de miles de miembros a un poderoso movimiento político y social que opera en todo el país. Si el nuevo partido gobernante no establece rápidamente candados más claros para candidaturas, procesos formativos más profundos para militantes y mecanismos más democráticos para la toma de decisiones, la inercia, la infiltración y el oportunismo inevitablemente llevarán a Morena a repetir los mismos vicios del PRD y el PAN. 

En los próximos meses, Morena renovará toda su estructura directiva, al nivel nacional y en todas las entidades federativas, y probablemente también modificará sus estatutos para ajustarse a nueva coyuntura política. En estos procesos Morena pondrá en juego su presente y su futuro: ¿El nuevo partido ciudadano se convertirá en un verdadero motor de cambio social y político o terminará como una agencia de colocación de empleos y un espejo aplaudidor del gobierno federal? 

Para hacer historia, primero hay que aprender del pasado. Abramos los ojos, avancemos con paso firme y evitemos a toda costa repetir los errores del pasado. 

Twitter: @JohnMAckerman

Publicado en Revista Proceso No. 2175
(C) John M. Ackerman, todos los derechos reservados

domingo, 24 de junio de 2018

"Inundar las urnas" (Revista Proceso, 24 de junio, 2018)

John M. Ackerman

La única manera de garantizar un proceso electoral verdaderamente democrático el próximo domingo, 1 de julio, será por medio de una masiva participación ciudadana en las urnas. Si no salimos a votar para expresar nuestro punto de vista sobre quién debe fungir como nuestro próximo Presidente, decidirán por nosotros el poder, el dinero y la corrupción. 

Los estudiosos en la materia estiman que la capacidad de fraude en México alcanza para modificar los resultados en aproximadamente seis puntos porcentuales, el equivalente a unos 3 millones de votos. Adicionalmente, las nuevas reglas con respecto a la nulidad de una elección permiten que los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) anulen con gran facilidad a cualquier elección en que el margen de victoria haya sido menor de 5%. 

Ello significa que Andrés Manuel López Obrador debe ganar por un mínimo de 11 puntos porcentuales, unos 5.5 millones de votos, sobre el segundo lugar para que las autoridades electorales se vean obligadas a aceptar el triunfo del tabasqueño. La victoria debe ser suficientemente grande para poder soportar una rebaja de 6% auspiciada por el Instituto Nacional Electoral (INE) y todavía contar con una ventaja suficientemente grande para evitar una nulidad parcial y corrupta de parte de los magistrados electorales. 

El primer eslabón en la cadena de confianza, o desconfianza, con respecto a los resultados electorales será la divulgación de las “encuestas de salida” a partir de las 20:00 horas el mismo día de la elección. Estos sondeos con votantes después de que hayan emitido su sufragio normalmente dan una excelente indicación con respecto a la tendencia general de las preferencias ciudadanas. Sin embargo, en las elecciones cerradas muchas veces las casas encuestadoras deciden guardar sus resultados por temor a que no coincidan finalmente con los resultados oficiales o por amenazas desde el poder para no echar abajo un operativo de fraude electoral. 

Por ejemplo, en las pasadas elecciones para Gobernador del Estado de México, celebradas el 4 de junio de 2017, más de 20 casas encuestadoras se habían registrado para levantar encuestas de salida. Entre ellos se encontraba Consulta Mitofsky, que incluso unos días antes se había comprometido públicamente a dar a conocer los resultados de su encuesta de salida después del cierre de las casillas electorales. 

Sin embargo, misteriosamente la noche de la elección todas y cada una de las casas encuestadoras se quedaron calladas. Ni Roy Campos ni ningún otro encuestador se atrevieron a dar a conocer sus resultados. Unas horas después, el Instituto Electoral del Estado de México (IEEM) daría a conocer los resultados de su “conteo rápido”, con base en un muestreo de casillas extrañamente rasurado en casi la tercera parte, lo cual arrojaba una ventaja para el primo de Enrique Peña Nieto, Alfredo del Mazo, sobre la candidata de Morena, Delfina Gómez, de dos puntos porcentuales. 

Posteriormente, el Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP) también contaría con una gran cantidad de irregularidades. Y finalmente en los “cómputos distritales”, cuando el miércoles después de la elección se revisan las actas, una por una, para asegurar que no hubiera ninguna irregularidad, la mayoría de los consejeros del IEEM junto con los representantes del PRI, el PAN y el PRD cerraron filas con el fin de limitar al máximo la cantidad de paquetes electorales sujetos a recuento. 

Tal y como lo relata el único Consejero Electoral disidente del IEEM, el doctor Gabriel Corona, en su contribución al libro de Bernardo Barranco El infierno electoral, la suma de todas estas irregularidades resultó en una muy sospechosa triangulación y acomodo de cifras “oficiales” para permitir la “victoria” de Del Mazo a pesar de las claras evidencias de que probablemente había sido Gómez la verdadera ganadora de la contienda. 

Si López Obrador no arrasa en la elección presidencial, las tentaciones serán enormes para modificar los resultados electorales de la misma manera en que lo hicieron los operadores del PRI en el Estado de México. Por ejemplo, el actuario Arturo Erdely ha demostrado como los institutos electorales pueden manipular metodologías estadísticas con el fin de poder declarar “empates técnicos” falsos. 

El Dr. Erdely ha desarrollado su análisis completo en un artículo científico reciente (véase aquí: http://goo.gl/9KFJVM, también resumido aquí: https://bit.ly/2JVTla3). La trampa consiste en elevar innecesariamente el “nivel de confianza” de los resultados del conteo rápido con el fin de ampliar al máximo los “intervalos de error” para los porcentajes de cada candidato y así poder declarar un supuesto “empate” aun cuando la diferencia real entre el primero y el segundo lugar alcanza hasta 10 puntos porcentuales. 

Es decir, aun si López Obrador llevara una ventaja contundente sobre el segundo lugar, cuando Lorenzo Córdova sale a dar los resultados del Conteo Rápido a las 23:00 horas del 1 de julio podría recurrir a este truco para declarar un supuesto “empate técnico” entre los dos candidatos. Ello les daría varios días a los operadores del fraude para modificar las actas y alterar las boletas antes del conteo distrital definitivo que tendrá lugar el 4 y 5 de julio. 

Existen infinidad de maneras para alterar los resultados electorales y defraudar la voluntad popular. El único antídoto indestructible al veneno de la corrupción electoral es la masiva participación ciudadana. Todos y todas estamos convocados a las urnas el próximo domingo 1 de julio para juntos derrotar a los fraudulentos e iniciar la construcción de una nueva República. 

Twitter: @JohnMAckerman

Publicado en Revista Proceso no. 2173
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