John M. Ackerman
No sólo Andrés Manuel López Obrador, sino todos los presidentes de la República desde la promulgación de la actual Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM), el 5 de febrero de 1917, han gobernado “solos”. El artículo 80 del CPEUM señala que “se deposita el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión en un solo individuo, que se denominará Presidente de los Estados Unidos Mexicanos". Asimismo, las amplias facultades otorgadas al presidente en el artículo 89 constitucional lo convierten simultáneamente en el Jefe del Estado Mexicano y le Jefe Suprema de las Fuerzas Armadas.
Si bien el Poder Ejecutivo no es el único poder del Estado Mexicano, sí sobresale como un centro articulador de una enorme cantidad de facultades y poderes que solamente en algunos casos específicos debe compartir con otros poderes. Es cierto que la reforma política constitucional del 10 de febrero de 2014 le otorgó al presidente la facultad potestativa de “optar por un gobierno de coalición con uno o varios de los partidos políticos representados en el Congreso de la Unión”. Sin embargo, esta opción solamente tiene sentido en caso de que el partido político del presidente no cuente con una representación mayoritaria en las cámaras federales, una situación que no ocurre en el contexto actual.
Así que estrictamente hablando la “soledad” del presidente que tomará posesión el próximo primero de diciembre no surge de una decisión personal o política, sino del diseño constitucional de nuestro régimen político.
Ahora bien, los reclamos hacia López Obrador evidentemente van más allá del ámbito legal. Los críticos insisten que el Presidente Electo debe pasar de una lógica de la oposición social a una del poder gubernamental. En lugar de atrincherarse con sus fieles, López Obrador debe ser “responsable” y gobernar en unidad con y para todos y todas. De lo contrario, el presidente electo se quedaría “solo”, en conversación y diálogo únicamente con sus amigos y allegados más cercanos.
Esta es precisamente la sorda soledad que generó el fracaso y la autodestrucción del sexenio de Enrique Peña Nieto. Desde el primero día de su gestión, el todavía presidente se encerró en su burbuja de socios y amigos y jamás se volteó a ver, y mucho menos dialogar con, los millones de mexicanos pobres cuya vulnerabilidad fue manipulada y abusada por medio de la compra del voto con el fin de llevarlo a la Presidencia de la República. Con su “Pacto por México”, Peña Nieto gobernó “en unidad” con las oposiciones parlamentarias de derecha, el Partido Acción Nacional (PAN), y de izquierda, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), pero jamás se abrió al trabajo en conjunto con la sociedad civil.
López Obrador está comprometido con una lógica radicalmente diferente con respecto al poder gubernamental. Está dispuesto a pagar los costos de “gobernar solo” si ello implica que jamás estará en realidad solo. El presidente electo se reserva el derecho de gobernar desde la oposición, de llevar el espíritu de lucha social hasta las esferas más altas de la administración pública estatal.
Ello implica romper con, y superar dialécticamente, la estricta dicotomía entre el gobierno y la oposición heredada después de tantas décadas de haber vivido dentro de un contexto de autoritarismo de Estado. Lo que muchos hoy llaman “responsabilidad” en el ejercicio gubernamental en realidad implicaría un acto de traición de parte de López Obrador, ya que implica dar la espalda a las bases sociales que lo han llevado al poder.
Al llevar la lógica de la oposición al gobierno, López Obrador busca transformar el carácter mismo del poder. Es precisamente por ello que el presidente electo prefiere hablar de un “cambio de régimen” o de una “cuarta transformación” en lugar de una simple “transición” democrática o modernización institucional. En lugar de insistir en meter a López Obrador dentro del viejo molde autoritario, habría que respaldar sus esfuerzos por romper este molde y construir una nueva lógica de ejercicio de poder más cercano a la sociedad y a la ciudadanía.
Quien debe cambiar su punto de vista con respecto al poder gubernamental no es entonces el futuro presidente sino quienes próximamente estarán en la oposición. Las reacciones de muchos integrantes de la oligarquía y de la vieja clase política a la decisión de organizar una consulta ciudadana y de cancelar las obras del aeropuerto de Texcoco evidenciaron una clara falta de madurez y de oficio político. En un arranque autoritario, el PRI propuso simplemente prohibir constitucionalmente la realización de consultas ciudadanas en materia de obras gubernamentales. Y los grandes empresarios organizaron un ataque especulativo internacional en contra del peso mexicano así como una guerra propagandística nacional en contra del Presidente Electo.
En lugar de desesperarse e insistir que López Obrador ejerza el poder a la manera de los priístas, los perdedores de las elecciones del 1 de julio deberían asumir su derrota e ir aprendiendo poco a poco a convivir con la democracia.
Twitter: @JohnMAckerman